"Cuando me muerda la pena, no voy a llorar"
Bajé del colectivo y unos pasos ulteriores bajé las escaleras al subte, muy prudente. Siempre odié las escaleras, no nos llevamos muy bien. Compré mi boleto, vino el subte, subí. Sola en el vagón, en todo el vagón, con cara de nada, con cara de estoy viva y respiro pero no me doy cuenta. Hija del culo, digamos, o bruja cachavacha. Cachchchchchchchavacha. Fea y prostituta. El ego se fue al parque de la costa a divertirse en la montaña rusa verde, y me dejo sentada en este banquito, con un perfume nuevo, con un kilo de chocolate y nada de ganas de comerlo.
Desconectada, estoy desconectada, voy en monopatín cuesta abajo, ruedo cuesta abajo y me raspo las rodillas y los codos, apenas sangra, apenas duele. Es una cascada de mugre, de ideas mugrientas y perspicaces, tan volátiles que ya me las olvidé. Como todos los besos que me dejan un puente de baba interminable.
Tengo la epidermis hiperestésica, inaliviada. El amor a gotas ácidas abnegadas que me cuajan la piel en un simple viaje solitario en subte.
Me tragué el subte, me lo tragué todo y eructé pompas de un brillante verde que flotaron hacia la superficie y le contaron a la humanidad que aún existo, resignada, menguada, ultrajada, violada, aminorada, displicente, apática. Y respiro, respiro tanto que a veces me brillan los ojos del sosiego de respirar. El aire me lengüetea la cara y no puedo rehuir de la idea de que cerrar los ojos es un suicidio fatal.
Pero llego a donde tenía que llegar, tengo las manos vacías y una sensación de postergue en el corazón, si es que tengo corazón.
Es incoherente cuanto me fastidia pestañar.
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