Esos días de humedad, en los que el sol débil apenas entibia la cara, apenas distorsiona la imágen. Los pies se toman su tiempo para dar los pasos sobre el pasto, que parece una colchoneta, da seguridad.
El sudor, la humedad y ese sentimiento de opresión, si fuese pasto de campo, habría alguna esperanza, pero no. Pasto de plaza, pasto comprado de plaza que se seca y no es presisamente por el sol, que está débil hace unos días ya.
Ese sentimiento de opresión en el pecho, de plaza amurallada por edificios, del mismo lugar, de la misma plaza de todos los días por el resto de mi vida. De la vida de la gente de la muralla de edificios que se apilan en forma vertical al rededor de la plaza como queriéndola proteger. Y esa necesidad de cruzar la plaza, de tener que salir por alguna de sus siete aberturas y tener el placer de sentir el gourmet de olores, de gente, de pequeños animales indeseables.
El encierro, la cotidianeidad. La falta de una solución, ya que no es un problema. Y esa manía de querer correr en la dirección contraria.
Pero acá no hay direcciónes.
Solo hay ganas de quejarse y un pequeño sentimiento de opresión en el pecho.
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