Una vez más sucumbo ante la vorágine de las letras, de las palabras, de todos los libros que leí. Estoy rodeada de puntos que forman una recta infinita que es mi vida, puntos incuestionables, porque los escribieron otras personas y eso los hace legítimos, inamobibles.
Por fin comprendo, o descanso en la idea de que el cerebro no se desvanece en la almohada, sino que se metamorfosea en algo más real, un más aca, dentro mío, casi tangible. No es necesario salir de mi espacio para dejarme discurrir en la desesperación por lo coetáneo o en esa necesidad de un caos constante.
La idea tiene un solo desagüe, caos y paz, la anarquía de nuevas letras, nuevas palabras.
Pequeños caos en sí mismos, la paz de mi cama, el aletargue de soñar despierta nuevas historias, un absceso de plectro incontrolable. Morir en cada punto. Tocar la muerte, hacerle el amor. Hacerle el amor a las letras.
La paz, que solamente me acobija cuando relamente siento que no me quedé con lo que me dan, que nunca me quedo sentada viendo como la vida ocurre.
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